La ciudad dormía bajo la luz de la luna cuando Baltasar, un viejo gato callejero de pelaje gris y ojos dorados, sintió que algo no estaba bien. El aire olía diferente. Demasiado limpio, demasiado… vacío.
Saltó sobre un muro y miró a su alrededor. No había gatos.
No en los tejados, no en los callejones, no en las ventanas de las casas. Nada.
Baltasar recorrió las calles con paso sigiloso, esperando encontrar a alguno de los suyos. Pasó por el mercado, donde solían robar pescado a los vendedores distraídos. Silencio. Atravesó el parque, donde los gatos jóvenes se reunían para contar historias de peleas y amores fugaces. Nada.
El sol asomó tímidamente en el horizonte cuando comprendió la terrible verdad: era el último gato de la ciudad.
Las personas comenzaron a salir de sus casas, bostezando y preparándose para su rutina diaria, sin darse cuenta de la tragedia que había ocurrido. Baltasar los observó desde la sombra de un contenedor de basura.
Sin gatos, el mundo seguiría igual. Pero no sería el mismo.
Se preguntó si alguien notaría su ausencia. Si alguien se daría cuenta de que ya no había colas deslizándose entre los callejones, ni ojos brillando en la oscuridad, ni ronroneos suaves en noches frías.
Decidió buscar respuestas.
Se dirigió a la única persona que podría entenderlo: Doña Amelia, la anciana que vivía en la casa de las flores azules. Ella siempre les dejaba comida y hablaba con ellos como si realmente la entendieran.
Baltasar saltó a su ventana y maulló.
—Ah, Baltasar —susurró la mujer, acariciándole la cabeza—. ¿También los extrañas?
La anciana miró el amanecer con tristeza.
—Se han ido. Todos. No sé cómo, no sé por qué… pero se han ido.
Baltasar se acurrucó junto a ella. Por primera vez en años, permitió que alguien lo abrazara.
No sabía qué había pasado con los suyos, pero sabía una cosa: mientras él siguiera aquí, el ronroneo de los gatos no desaparecería del mundo.
Y eso era suficiente. Por ahora.