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Desde que llegó a aquella casa, Milo supo que algo no estaba bien.

Los humanos siempre hacían ruido: hablaban, se movían, reían, llenaban los espacios con vida. Pero su humana, Elena, era distinta. Su voz era un susurro, sus pasos eran lentos, y muchas veces pasaba horas enteras sin moverse.

Milo no entendía del todo lo que le pasaba, pero lo sentía.

Lo veía en sus ojos vacíos cuando miraba por la ventana.
Lo notaba en su cuerpo pesado cuando apenas lograba salir de la cama.
Lo escuchaba en los suspiros profundos cuando pensaba que nadie la oía.

Él no podía hablar. No podía decirle que todo estaría bien. Pero podía estar ahí.

Y así lo hizo.

Cuando Elena no tenía fuerzas para levantarse, Milo se acurrucaba en su pecho, su ronroneo vibrando como un eco de vida.
Cuando no tenía ganas de comer, Milo se sentaba junto a su plato vacío, esperando pacientemente a que le sirviera comida.
Cuando pasaba horas en la oscuridad, Milo saltaba sobre el interruptor y encendía la luz con su pata.

Algunas noches, cuando Elena lloraba en silencio, Milo lamía sus lágrimas sin hacer ruido.

Los días pasaban, algunos iguales, otros un poco mejores. A veces, Elena sacaba una mano de debajo de las cobijas y acariciaba su lomo. A veces, le hablaba con voz baja:

—Eres un gato raro, Milo.

Y él ronroneaba, porque sabía que eso significaba que estaba ahí con ella.

El tiempo hizo lo suyo. Los días oscuros siguieron llegando, pero los claros también.
Y, poco a poco, Elena volvió a sonreír. No siempre. No todos los días. Pero un poco más.

Una tarde, Milo estaba acurrucado en su regazo cuando sintió algo diferente.

Elena lo miró con ternura, pasó una mano por su cabeza y susurró:

—Gracias por no dejarme sola.

Milo ronroneó, porque ese siempre había sido su plan.