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Nadie sabía exactamente cuándo ocurrió. Solo que, una mañana, los humanos despertaron y comprendieron la verdad: los gatos eran dioses.

No había leyes que lo indicaran, ni un evento catastrófico que lo anunciara. Simplemente lo supieron. Como si la verdad siempre hubiera estado ahí, esperando ser vista.

Desde ese día, los hogares cambiaron. Las sillas, los sillones y las camas pasaron a ser de los gatos, mientras los humanos dormían en el suelo. La comida se servía cinco veces al día, siempre con la temperatura y el aroma perfectos. Se abolió la esclavitud humana… excepto en lo que respectaba a abrir puertas, rellenar platos y ofrecer caricias (pero solo cuando los dioses lo permitían).

Las ciudades también se adaptaron. Los coches dejaron de sonar las bocinas si un gato cruzaba la calle. Los edificios instalaron plataformas elevadas para que los felinos pudieran observar el mundo desde arriba, como les correspondía. Se establecieron templos donde los humanos podían acudir a dejar ofrendas de atún, almohadillas de terciopelo y juguetes con plumas, con la esperanza de recibir la bendición de un suave ronroneo.

Y en el centro del mundo, en el Gran Palacio de los Bigotes, gobernaba Su Majestad Don Bigotes I, un enorme gato persa cuyo pelaje era tan esponjoso que nadie había visto su verdadera forma. Su consejo de sabios, compuesto por gatos de diversas razas y colores, decidía el destino de la humanidad.

—Los humanos han servido bien —dijo un día el Sumo Sacerdote Felino, un siamés de ojos penetrantes—. Han construido santuarios, nos han provisto de comida de calidad, han perfeccionado el arte del descanso… pero aún hay un problema.

Don Bigotes I entrecerró los ojos, reflexionando.

—Los veterinarios —murmuró con un susurro que estremeció la sala.

Un silencio absoluto cayó sobre el consejo.

Era cierto. Aunque los humanos habían aceptado su lugar, algunos seguían insistiendo en prácticas herejes: revisarles los dientes, cortarles las uñas, llevarlos a lugares fríos y blancos donde una persona con bata intentaba tocarlos sin su permiso.

Era un ultraje.

—Debemos eliminarlos —maulló un consejero negro y elegante.

—Debemos encerrarlos en jaulas y ver cómo les gusta ser transportados a la fuerza —añadió una gata atigrada con la cola en alto.

Pero Don Bigotes I levantó su majestuosa pata y habló con la voz de la divinidad:

—No. Sería darles demasiada importancia. Los ignoraremos.

Los dioses no bajaban al nivel de los mortales.

Y así, con la soberbia infinita de su especie, los gatos continuaron su reinado. Los humanos aceptaron su destino con humildad, agradecidos de poder servir a sus divinos amos.

Porque, al final del día, ¿qué importaba gobernar el mundo, si podías dormir dieciséis horas y hacer que alguien más te trajera la comida